En la primera parte del artículo sobre la Luna, dentro de la serie del Sistema Solar, hablamos acerca de su posición, movimiento, influencia sobre la Tierra y los demás aspectos que son visibles, o deducibles, simplemente mirándola desde nuestro planeta.
Sin embargo, como mencionamos allí, existen multitud de preguntas casi inmediatas (que no se escapaban a ningún astrónomo de principios del siglo XX) que surgen al mirar a nuestro satélite con un telescopio: ¿cuál es su estructura interna? ¿qué hay en la “cara oculta”? ¿cuál es su origen? ¿está cubierta de polvo o es roca sólida? ¿tiene campo magnético? ¿agua?
El módulo lunar Intrepid, de la misión Apolo 12, descendiendo sobre la Luna. Versión a 950×955 px. Crédito: NASA.
Para seguir profundizando en nuestro conocimiento de la Luna hacía falta llegar hasta ella o, al menos, acercarnos bastante. Si has seguido la serie desde el principio ya sabes cuál suele ser el proceso al explorar un cuerpo celeste: enviar sondas robóticas que orbiten alrededor del objeto, lograr posar alguna de ellas sobre su superficie… y, en este caso (el único, hasta ahora, en la exploración del Sistema Solar) poner seres humanos en él.
Aunque la denominada carrera espacial entre la Unión Soviética y los Estados Unidos daría para una serie de artículos completa, el objetivo de esta entrada es la Luna, y la manera en la que fuimos conociéndola mejor durante la segunda mitad del siglo XX. Por lo tanto, simplemente quiero mostrar los retazos más importantes de la carrera espacial en lo que concierne a los paulatinos descubrimientos sobre nuestro satélite — tratando, como siempre, de intercalar algunas imágenes lo más bellas o significativas posibles.
Modelo de Mechta (Luna 1). Crédito: NASA.
En 1959 se lanzó al espacio la sonda espacial soviética Mechta, renombrada posteriormente (al formar parte de una serie de sondas) Luna 1. Esta maravilla de la tecnología (aunque hoy parezca un artilugio muy primitivo) logró varias cosas que un objeto de construcción humana nunca había conseguido antes.
Para empezar, se convirtió en el primer objeto humano en escapar totalmente del campo gravitatorio terrestre. Otras sondas anteriores habían logrado ponerse en órbita alrededor del planeta, pero Mechta fue la primera en moverse a una velocidad mayor que la de escape en su órbita; la primera en, como probablemente hubiera dicho Tsiolkovsky, escapar de la cuna de la humanidad. Por fin habíamos salido del cascarón.
Desgraciadamente, un error en el control de tierra hizo que Luna 1 no utilizara sus impulsores en los tiempos correctos, con lo que el objetivo que se había pretendido (estrellarla en la Luna) no se consiguió, pero aún así la sonda nos proporcionó valiosísima información: pasó a tan sólo unos 6 000 kilómetros de la superficie del satélite, y confirmó que la Luna no tiene un campo magnético apreciable — algo que muchos ya sospechaban, desde luego. También realizó diversas mediciones y experimentos en la alta atmósfera de la Tierra y fue el primer instrumento en medir el viento solar.
Además, debido a ese fallo en el control de la sonda, ésta escapó hacia el Sol y finalmente entró en una órbita estable a su alrededor, entre la Tierra y Marte, convirtiéndose en el primer objeto humano en orbitar directamente alrededor de nuestra estrella. Ahí sigue Mechta hoy, dando vueltas interminablemente, inerte y callada, según lees este artículo.
Ni qué decir tiene que pocas semanas tras el lanzamiento de Luna 1, los estadounidenses lograrían algo parecido con una de sus misiones Pioneer, pero el siguiente paso trascendental en la exploración de nuestro satélite lo dieron, una vez más, los soviéticos, y en el mismo año de 1959: su sonda Luna 2 se estrelló sobre la superficie en Septiembre de ese año.
Luna 2, el primer objeto humano en tocar la Luna. Crédito: NASA.
La verdad es que Luna 2 no obtuvo información novedosa, aunque confirmó los datos obtenidos por su hermana mayor (la ausencia de campo magnético, el viento solar…). Ni siquiera disponía de sistemas de propulsión: simplemente fue lanzada hacia el satélite para estrellarse de manera incontrolada sobre su superficie — y, entre otras cosas, dejar allí enseñas de la Unión Soviética y restregar el logro en la cara de los Estados Unidos, en una actitud común a ambas potencias. La exploración espacial avanza, pero la naturaleza humana, al parecer, no cambia.
Luna 3. Crédito: NASA.
La sucesora de Luna 2, Luna 3, sí logró algo realmente significativo: durante miles de años, el ser humano se había preguntado qué había en la cara oculta de la Luna, y si era igual que la que nos mira o no. Luna 3. El 7 de Octubre de 1959, Luna 3 orbitaba alrededor de la Luna y sus cámaras miraban, por primera vez en la historia de la humanidad, la cara oculta de la Luna. La sonda tomó un total de veintinueve fotografías de la superficie del satélite — son de una calidad bastante mala, pero me siguen poniendo la carne de gallina:
Naturalmente, a lo largo de los años hemos obtenido imágenes mucho mejores de la cara oculta, pero todas muestran lo que los científicos de 1959 pudieron ver al estudiar cuidadosamente las primitivas imágenes de Luna 3: mientras que la cara que mira hacia la Tierra es relativamente lisa (casi una tercera parte está cubierta por mares), la cara oculta es rugosa, abrupta y apenas tiene mares. Observa estas dos imágenes de las dos “caras”, la visible y la oculta (los maria son las zonas oscuras):
La cara visible de la Luna. Versión a 1719×1719 px. Crédito: NASA.
La cara oculta de la Luna. Versión a 1719×1719 px. Crédito: NASA.
Existen varias razones que contribuyen a esta diferencia: por un lado, los mares son coladas basálticas procedentes de actividad volcánica, y al parecer hay una mayor concentración de elementos productores de calor (más pesados y radiactivos, como el uranio) en la mitad más cercana a la Tierra. Esto se debe probablemente a la atracción gravitatoria de nuestro planeta, que hace que la distribución interna de elementos dentro de la Luna no sea simétrica — la Tierra “tira” hacia sí de la Luna, de modo que hay un cierto desplazamiento de elementos pesados hacia nosotros y ligeros hacia el otro lado.
Además, piensa que la Luna lleva ahí miles de millones de años, recibiendo impactos de todo tipo… pero no por todas partes igual. Una de sus caras (más o menos, como ya mencionamos en la primera parte del artículo) mira hacia la Tierra, con lo que está bastante protegida de impactos, mientras que la otra cara está “mirando hacia fuera”, expuesta en mucha mayor medida a lo que pueda venir. De modo que tal vez algunos mares primitivos hayan sido ocultados, a lo largo del tiempo, por cráteres más modernos.
El siguiente paso en la exploración de la Luna era evidente: hacía falta posarse sobre ella de manera controlada, no estrellándose. Los científicos no sabían cuál sería la textura y consistencia de la superficie lunar: algunos sospechaban que estaba cubierta de una gruesa capa de polvo muy fino, y que cualquier cosa que tratase de posarse sobre ella se hundiría irreversiblemente en el polvo. Otros pensaban que apenas habría polvo, y que más bien se trataría de roca más o menos disgregada.
La respuesta la dieron, una vez más, los soviéticos (que, como puedes ver, llevaron la iniciativa durante la primera etapa de la exploración del satélite). Su sonda Luna 9 consiguió alunizar suavemente y tomar la primera fotografía desde la superficie de la Luna, el 3 de Febrero de 1966. Una vez más, sí, es una foto espantosa, pero recuerda el contexto histórico y su relevancia:
La superficie Lunar fotografiada por Luna 9. Crédito: Jodrell Bank Observatory (University of Manchester).
Los dos descubrimientos más importantes de Luna 9 fueron ambos esenciales para una futura misión tripulada al satélite (y había ya varias planeadas, estamos a sólo tres años del primer alunizaje tripulado): por un lado, el regolito lunar (la capa de roca desmenuzada que cubría su superficie) tenía la consistencia suficiente como para sostener un objeto pesado, y los miedos de hundirse en el polvo podían desaparecer. Por otro lado, las dosis de radiación ionizante en la superficie lunar eran de unos 0,3 miligrays cada día, lo cual era una muy buena noticia: para que te hagas una idea, una radiografía del abdomen te somete a 1,4 miligrays. Desde luego, había que proteger a los futuros astronautas (y hay otros lugares del viaje donde la radiación es más intensa), pero la Luna no era un infierno de rayos X y gamma ni nada parecido.
En cualquier caso, 1968 vio el siguiente hito en la exploración del satélite, aunque sólo fuera algo simbólico: los astronautas de la misión Apolo 8 orbitaron la Luna, y sus ojos fueron los primeros ojos humanos que se posaron directamente en la cara oculta de la Luna. Sin embargo, el reto era, naturalmente, depositar un ser humano en la Luna… ¡y devolverlo entero a la superficie terrestre sin que se friese en la reentrada!
Los estadounidenses, en este caso, fueron los que se llevaron el gato al agua: como los soviéticos en el caso de Luna 2, ahora fueron ellos quienes restregaron a los soviéticos este logro en los morros, igualando el nivel de madurez de sus oponentes — aunque, también hay que decirlo, entre los objetos que dejaron en la Luna en la primera misión tripulada había medallas conmemorativas de cosmonautas soviéticos. El 20 de Julio de 1969, los astronautas de la misión Apolo 11 lograban posarse sobre la superficie lunar.
Buzz Aldrin en la Luna (puede verse a Neil Armstrong reflejado en el casco). Versión a 2700×2700 px. Crédito: NASA.
El propósito de este artículo no es argumentar las razones por las que sabemos que hemos llegado a la Luna, ni tampoco mostrar los agujeros en los argumentos conspiranoicos en el sentido de que no hemos llegado nunca al satélite — si quieres leer (o discutir) sobre ese asunto, te recomiendo que te dirijas al artículo correspondiente a ese tema.
Los astronautas de Apolo 11 llevaron a cabo varios experimentos, pero el hecho más importante era, sin duda, el haber logrado situar a un ser humano sobre la superficie de otro cuerpo celeste — algo que, hasta el momento, sólo han logrado los Estados Unidos. En los años posteriores, tanto la Unión Soviética (con misiones robóticas) como los Estados Unidos (con misiones tanto robóticas como tripuladas) continuaron visitando la Luna con asiduidad.
Los estadounidenses, después de la misión Apolo 11 en Julio de 1969, volvieron en Noviembre del mismo año con Apolo 12, en 1971 con Apolo 14, de nuevo en 1971 con Apolo 15, y otras dos veces en 1972 con Apolo 16 y Apolo 17. En total, doce personas han puesto el pie en nuestro satélite hasta el momento, y han realizado multitud de experimentos que nos han permitido conocer bastante bien la estructura y las propiedades de la Luna.
El astronauta Harrison Schmitt durante Apolo 17. Versión a 900×932 px. Crédito: NASA.
Sin embargo, los soviéticos también continuaron, a finales de los 60 y comienzos de los 70, enviando misiones no tripuladas a la luna, y algunas de ellas incluso trajeron de vuelta a la tierra muestras del regolito lunar. Entre 1966 y 1976 se habían posado en la Luna 65 misiones diferentes, entre tripuladas y no tripuladas. La última fue la Luna 24 soviética de 1976 — ambas potencias tenían ya sus miras puestas en objetivos más importantes. Los soviéticos giraron sus ojos hacia Venus, y obtuvieron logros impresionantes de los que ya hemos hablado en el artículo sobre ese planeta, mientras que los estadounidenses fijaron su mirada en Marte (del que hablaremos cuando acabemos con la Luna).
Tras la enorme cantidad de información obtenida por las misiones Luna y Apolo, por fin teníamos una idea bastante buena de la estructura de nuestro satélite: la Luna es el satélite más denso del Sistema Solar después de Io (un satélite de Júpiter, del que hablaremos en su momento), aunque no tiene tanta densidad como la Tierra. Su núcleo es muy pequeño en comparación con su tamaño, debido probablemente –como veremos en la tercera parte de este artículo– a su origen a partir de nuestro planeta.
Esto no quiere decir que la Luna no tenga una estructura interna bien definida o que sea homogénea: tiene corteza, manto y núcleo, y el manto interno y el núcleo externo son aún líquidos y están bastante calientes. Sin embargo, las proporciones de las zonas internas y las temperaturas son mucho más pequeñas, en comparación con el tamaño de la propia Luna, que en el caso de los planetas “de verdad”.
Pero, aunque parezca mentira, la Luna sigue teniendo hoy en día actividad sísmica: no está “geológicamente muerta”. Gran parte de la culpa la tienen las mareas: como mencionamos en la primera parte del artículo, la Luna se deforma continuamente de maneras variadas debido a la acción gravitatoria de la Tierra y su órbita elíptica, lo cual la calienta por dentro del mismo modo que una pelota de goma se calienta si la aprietas y la sueltas muchas veces. De hecho, los terremotos –o, más bien, “lunamotos”– que se producen en su interior lo suelen hacer cada mes más o menos en el mismo momento del ciclo lunar.
Puesto que la Luna no tiene, como sucede en el caso de la Tierra, una dinamo interna (ya hablamos de ella al estudiar nuestro planeta) debido al pequeño tamaño de su núcleo, su campo magnético es minúsculo, algo que ya habían detectado las primeras sondas soviéticas y estadounidenses al acercarse al satélite: es unas cien veces más pequeño que el de nuestro planeta.
Lo mismo sucede con su atmósfera: en total tiene unas diez toneladas, un valor prácticamente despreciable. Aparte de la ausencia de un campo magnético, la gravedad lunar es tan pequeña (una sexta parte que la de la Tierra) que estos gases escapan continuamente al espacio, lo cual indica que se deben estar produciendo todo el tiempo. Algunos se producen en el interior de la Luna como resultado de la desintegración de elementos radiactivos, mientras que otros provienen de impactos de meteoritos y del viento solar sobre la superficie. En cualquier caso, la densidad atmosférica es tan pequeña que, a efectos prácticos, se trata del vacío.
El agua también es escasa en Selene. La temperatura en las zonas expuestas al Sol alcanza valores de más de 100 °C, y la radiación solar no sólo haría hervir el agua, sino que la disociaría en hidrógeno y oxígeno, de existir brevemente sobre la superficie, de modo que en cualquier región expuesta a la luz del Sol no puede haber agua ni hielo en cantidades apreciables (aunque algunas pequeñas cantidades se han detectado en rocas traídas por las misiones Apolo). Eso sí, estamos bastante seguros de que muchos de los impactos recibidos por el satélite han sido de cuerpos que contenían hielo, de modo que es perfectamente posible que, sabiendo buscar, encontremos agua congelada en la Luna del mismo modo que pretendemos encontrarla en Mercurio.
Cráter Shackleton, en el Polo Sur lunar. Crédito: ESA.
Los lugares más obvios son los cráteres profundos cerca de los polos, en zonas de permanente oscuridad. Uno que nos intriga bastante es el cráter Shackleton, cerca del Polo Sur lunar: la temperatura en su interior no supera, en algunos lugares, los -170 °C en ningún momento, de modo que podría haber enormes cantidades de hielo allí… o no. Cuando hablemos, en la tercera y última parte, de las futuras misiones a la Luna y su posible colonización, veremos cómo y cuándo trataremos de saberlo.
No quiero terminar este artículo, en el que nos hemos acercado a la Luna hasta tocarla, sin recomendarte que pierdas algún tiempo jugando con Google Moon (si conoces Google Earth, es algo parecido pero en la región ecuatorial de la Luna).
En la última parte del artículo hablaremos de la historia y futuro del satélite: su origen y evolución y su futuro como, tal vez, el segundo hogar de la humanidad.
Accede al resto de la serie desde aquí.Vía: El Tamiz
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