"El Cosmos está constituido por todo lo que es, lo que ha sido o lo que será" Carl Sagan

30 agosto 2008

El Sistema Solar - La Luna (I)

Continuamos hoy nuestro viaje por el Sistema Solar, tras el paréntesis vacacional. En entradas anteriores de la serie hemos hablado acerca de la Formación del Sistema Solar, Mercurio, Venus y la Tierra.

Al hablar de nuestro planeta mencionamos ya brevemente a nuestro satélite, pero hoy nos dedicaremos a él en más profundidad: hablaremos sobre la Luna.

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Versión a 1411×1424 px. Crédito: Luc Viatour/Wikipedia/GPL.

El ser humano ha conocido, por supuesto, la existencia de la Luna desde tiempo inmemorial: es imposible perdérsela en el firmamento, y no hay otro objeto más brillante y llamativo aparte del Sol.

Todas las culturas primitivas le daban una gran importancia (generalmente religiosa, y en muchos casos se la consideraba una deidad), y casi todas la utilizaban para llevar la cuenta del tiempo. El propio nombre de Luna es el de la diosa romana, Selene para los griegos (cuyo nombre parece provenir de selas, luz), e hicieron falta milenios para que alguien fuera más allá de la mitología para tratar de explicar su existencia y comportamiento.

¿Por qué brillaba? ¿Por qué su luz era variable y presentaba fases con una regularidad extraordinaria? La mente preclara del griego Anaxágoras dio respuesta a estas preguntas sin recurrir a la religión (que sepamos, fue el primero en hacerlo de una manera tan coherente): tanto la Luna como el Sol, según él, eran de forma esférica y de algún material rocoso. El primero estaba incandescente, pero la segunda no — brillaba porque refleja la luz del Sol, y las fases se debían a la posición relativa del Sol, la Tierra y la Luna.

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Luna en cuarto creciente. Versión a 2272×1074 px. Crédito: Wikipedia (dominio público).

Una perogrullada… pero es una conclusión alcanzada en el siglo V antes de nuestra era, sin un maldito telescopio, mientras todo el mundo a su alrededor sostenía que la Luna era una diosa y que el propio Anaxágoras era un hereje por sugerir otra cosa: de hecho, estuvo en la cárcel y el exilio, en parte por su postura racionalista en éste y otros aspectos. La capacidad de los griegos de mirar a su alrededor y llegar a conclusiones así como si tal cosa me pone los pelos de punta.

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Explicación de Anaxágoras de las fases lunares, desde la luna nueva (1) hasta la llena (5) y vuelta a empezar. Crédito: Wikipedia/GPL.

En cualquier caso, nuestro conocimiento sobre el satélite no avanzó mucho en los siglos posteriores a Anaxágoras: por una parte, era imposible ver alrededor de un 40% de su superficie (luego veremos por qué), y por otra no es fácil distinguir mucho sin la ayuda de algún instrumento óptico, y éstos aún estaban por llegar. Estaba claro para los científicos que la Luna era una gran esfera como lo era la propia Tierra, y el astrónomo griego Aristarco de Samos fue capaz de realizar estimaciones sorprendentemente precisas sobre su tamaño y distancia a la Tierra comparada con el Sol, pero era difícil ir más allá.

Hubo que esperar hasta el desarrollo del telescopio, y a que Galileo se pusiera a mirar el firmamento con él, destruyendo el paradigma geocéntrico del Universo (como ya mencionamos al hablar de la Tierra). Aparte de otras observaciones, el italiano dirigió su mirada, como no podía ser de otra manera, hacia nuestro satélite, y fue capaz de discernir la causa de los diferentes tonos de gris de la Luna — no se trataba, como habían sostenido otros durante siglos, de una esfera lisa y perfecta. A pesar de que, desde Aristóteles, se suponía que la imperfección y el cambio se limitaban a la Tierra, y que los objetos del firmamento eran perfectos e inmutables (aunque Aristóteles, que no era tonto, admitía que la Luna podía estar ligeramente “contaminada” por la corrupción terrestre), los ojos de Galileo vislumbraron por primera vez montañas, cráteres, llanuras… la Luna era muy parecida a la Tierra.

El genial italiano realizó entonces el primer dibujo más o menos detallado de la superficie de la Luna, que publicó en 1609 en su libro Sidereus Nuncius (El mensajero de las estrellas):

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Mapa de la Luna de Galileo.

No voy a repetir aquí los escozores que produjo este dibujo (aparte de muchos otros), ni de los problemas que causaron sus observaciones al bueno de Galileo: lo importante en lo que concierne al artículo de hoy es que nuestro conocimiento del satélite había dado un paso de gigante. Se trataba, al fin y al cabo, de una especie de mini-planeta. El telescopio de Galileo no permitía discernir si había vegetación, agua o vida, de modo que aún faltaba mucho por descubrir, pero a partir de ese momento la cosa avanzaría bastante deprisa.

Lo que estaba claro es que la superficie lunar tenía regiones muy extensas, aparentemente lisas, que eran de color más oscuro, y que los astrónomos denominaban maria (mares), y otras regiones más abruptas y montañosas de color más claro que se llamaron terrae (continentes). Aunque hoy sabemos, por supuesto, que no son una cosa ni la otra, se siguen utilizando los nombres por razones históricas.

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Mare Imbrium (Mar de las Lluvias). Apolo 15, la cuarta misión en posarse en la Luna, alunizó en la zona inferior de la foto.

Poco a poco, los astrónomos fueron catalogando y describiendo los accidentes geográficos de la Luna: Johannes Hevelius publicó su Selenographia en 1647, el primer libro dedicado exclusivamente a describir nuestro satélite, con el primer mapa propiamente dicho de la Luna, mucho más detallado que el de Galileo. Fue en 1753 cuando la mayor parte de la comunidad científica descartó la posibilidad de que hubiera vegetación y vida animal en la Luna: el croata Roger Joseph Boscovich, observando cuidadosamente el borde de la Luna y el paso de estrellas a través de él, determinó que carecía de atmósfera. Pero esto no descorazonó a los científicos, que seguían muy interesados en conocer más sobre el satélite, tuviera vida o no.

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Mapa de la Luna de Johannes Hevelius en su Selenographia (1647).

Algunos, desde luego, no se resignaban a descartar la vida en la Luna. El alemán Franz von Gruithuisen, el primero en sugerir que los cráteres lunares eran el resultado del impacto de meteoritos, sostenía en 1824 que la Luna albergaba ciudades en su superficie. Con su telescopio afirmaba ver ciudades con calles y edificios — pero, como digo, desde mediados del siglo XVII la mayor parte de los astrónomos ya se habían dado cuenta de que la Luna era un lugar rocoso y sin formas de vida superiores, y las ideas de Gruithuisen fueron recibidas con escepticismo y hasta burla. Su explicación sobre los cráteres, por el contrario, le proporcionó el honor de tener un cráter en la Luna con su nombre, el cráter Gruithuisen.

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Cráter Gruithuisen (imagen tomada por la misión Apolo 15). Crédito: NASA.

De modo que a comienzos del siglo XX conocíamos prácticamente todo lo que se puede conocer sobre la Luna sin llegar hasta ella: su distancia a la Tierra y su órbita, los movimientos que realiza alrededor de su eje, su tamaño y forma, su topografía (de la cara que podíamos ver, por supuesto)… Pueden parecer cosas básicas, pero seguro que alguna te sorprende.

La Luna se encuentra a unos 384 000 km de la Tierra, pero su órbita es una elipse, de modo que a veces se encuentra más cerca o más lejos de la Tierra. Esto era evidente para cualquier astrónomo que la observase con cuidado a lo largo del tiempo, puesto que su tamaño aparente varía, como puedes ver en la siguiente imagen:

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Tamaño de la Luna en su perigeo (izquierda) y apogeo (derecha). Crédito: Tomruen/Wikipedia (CC Attribution-Sharealike 3.0 License).

A partir del tamaño aparente de la Luna y de su distancia a la Tierra era posible también determinar con bastante precisión su tamaño: tiene un radio de unos 1 737 km, es decir, algo más de la cuarta parte que la Tierra. Puesto que el volumen de una esfera es proporcional al cubo del radio, esto significa que el volumen de la Luna es unas 50 veces más pequeño que el de la Tierra. Como veremos dentro de un momento, inevitablemente la Luna es bastante menos densa que la Tierra, de modo que su masa es aún menor comparada con la del planeta — es unas cien veces más ligera que la Tierra, con tan sólo 7,35·1022 kilos.

Sin embargo, aunque sea un objeto muy pequeño (astronómicamente hablando, se entiende), está tan cerca de nosotros que su influencia es bastante apreciable sobre nuestro planeta. Su efecto más conocido es el de provocar las mareas en los océanos terrestres y, aunque se trata de algo bien sabido por todos, no quiero dejar de mencionarlo porque hay algunas confusiones al respecto, sobre todo al considerar una explicación demasiado simplista de por qué se producen. Ya sé que el lema de El Tamiz es “antes simplista que incomprensible”, pero en este caso es posible explicar el fenómeno de forma relativamente sencilla sin inducir a error con una explicación incompleta.

Suele decirse que las mareas son movimientos de los océanos terrestres debido a la acción gravitatoria de la Luna, que “tira” hacia sí de la parte de la Tierra que mira hacia ella, de modo que la masa de agua de esa zona se eleva ligeramente, produciendo la marea alta. Sin embargo, como digo, esta explicación es incompleta: si sólo se tratase de eso, ¿por qué hay dos mareas altas y dos bajas cada día? ¿No debería haber una marea alta y una baja cada día, según nos encontremos mirando hacia la Luna o “de espaldas” a ella?

La cuestión está en que la Tierra y la Luna se mueven alrededor de su centro de masas común. Aunque la Luna es mucho más ligera que la Tierra, de modo que el centro de gravedad de los dos cuerpos está mucho más cerca del centro de la Tierra que del de la Luna (de hecho, está por debajo de la superficie terrestre), ambos cuerpos giran alrededor de ese punto común, como puedes ver en esta animación:

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La Tierra y la Luna en su movimiento alrededor del centro de masas.

Es como si la Tierra y la Luna fueran dos niños cogidos por las manos y corriendo uno alrededor del otro, sólo que uno de los niños es gordo y rollizo y el otro es un delgaducho, de modo que el delgaducho recorre más distancia que el rollizo, que casi se queda en el sitio, pero los dos dan cada vuelta al mismo tiempo.

Pero imagina una situación algo diferente: en vez de dos niños, se trata de dos globos llenos de agua, uno grande y otro pequeño, unidos por una cuerda y girando alrededor de un punto común, con la cuerda tensa. Fíjate (en tu imaginación, claro) en el globo grande, es decir, la Tierra: la parte que mira al globo pequeño es la que tiene atada la cuerda, de modo que está “estirada” hacia el globo pequeño. Ahí hay una marea alta o pleamar, que es la más intuitiva y la que suele explicarse fácilmente.

Pero en el lado opuesto del globo también hay marea alta. Puesto que el globo está girando, la parte de fuera también está “estirada” debido a la inercia, igual que el pelo del niño que gira en el ejemplo anterior se va hacia su espalda según gira. De modo que hay marea alta en dos lados opuestos: el que mira hacia la Luna (porque ésta “tira” de él hacia sí) y en el que está de espaldas a ella (debido a la inercia en el movimiento alrededor del centro de gravedad común).

La marea baja o bajamar se produce en las direcciones perpendiculares a las anteriores: por lo tanto, a lo largo de un día hay más o menos dos pleamares y dos bajamares, según la Tierra gira sobre su eje y el lugar en el que te encuentras “mira” hacia la Luna, está de espaldas a ella, etc.

El Sol, por cierto, también tiene un efecto sobre las mareas, aunque se encuentra tan lejos de nosotros que su influencia no es tan grande como la de nuestro satélite. Cuando la influencia de ambos se suma se produce lo que se denominan mareas vivas, y cuando las influencias son opuestas se producen las mareas muertas.

Lo que era también evidente desde el principio era que la Luna siempre muestra (más o menos, luego veremos por qué esto no es exactamente cierto) la misma cara hacia la Tierra, de modo que una gran parte de su superficie era invisible: dicho de otro modo, la Luna tarda lo mismo en dar una vuelta alrededor de su eje que lo que tarda en dar una vuelta alrededor de la Tierra. Tampoco fue muy complicado descubrir la razón de esta “coincidencia” que, por supuesto, no lo era — sólo hacía falta emplear la Ley de Gravitación Universal de Isaac Newton para obtener la respuesta.

Al principio, la Luna probablemente giraba bastante más rápido que ahora alrededor de su propio eje, pero desde el principio fue frenándose debido, curiosamente, a las mareas. Aunque solemos pensar en las mareas que produce la Luna sobre la Tierra, nuestro planeta también “estira” y “achata” al satélite: la cara que mira hacia la Tierra se “estira” hacia el planeta… pero la Luna está girando, de modo que esa parte “estirada” pronto se mueve y deja de mirar exactamente hacia la Tierra — el “pico” se encuentra un poco adelantado a favor de la rotación lunar.

Naturalmente, la marea va cambiando y la zona estirada también, pero tarda en hacerlo, y mientras tanto el “pico estirado” está algo por delante de la cara que mira hacia la Tierra en el sentido de giro de la Luna. Pero nuestro planeta tira, mediante la atracción gravitatoria, de ese “pico estirado” hacia sí, frenando muy ligeramente la rotación lunar. Este efecto, por supuesto, es minúsculo, pero al cabo de millones de años ha producido una sincronía entre la traslación y la rotación lunares: de ahí que siempre veamos (más o menos) la misma cara de la Luna. Lo mismo sucede con casi todos los cuerpos pequeños que orbitan cerca de otro mucho más grande, como veremos en posteriores capítulos de la serie.

Pero, como digo, no vemos siempre exactamente la misma cara, aunque mucha gente desconoce este hecho. Como he mencionado antes, en total vemos alrededor del 60% de la superficie lunar, pero si siempre nos mostrarse la misma superficie sólo seríamos capaces de ver la mitad. ¿De dónde sale ese 10% “extra?” Es posible que, si eres especialmente avezado, ya te huelas la respuesta — la culpa la tiene el hecho de que la órbita no es circular, sino elíptica.

En primer lugar, puesto que la Luna no siempre está a igual distancia de la Tierra, su velocidad alrededor de nosotros no siempre es la misma: cuando está pasando cerca se mueve más rápido, y cuando está lejos lo hace más despacio. Pero su velocidad de rotación alrededor de su eje siempre es la misma… con lo que cuando está cerca va descubriendo a nuestros ojos un poquito de la superficie que normalmente oculta por un lado (pues se traslada más rápido de lo que rota), y cuando está lejos hace lo mismo por el otro lado (pues rota más rápido de lo que se traslada). Este fenómeno se conoce como libración longitudinal.

Además, la órbita de la Luna no se encuentra sobre el plano de la eclíptica, sino que forma unos 5° con ella. Por lo tanto, según se mueve alrededor de la Tierra nos parece que su eje se bambolea hacia arriba y hacia abajo, lo que se conoce con el nombre de libración latitudinal. También hay un tercer tipo de libración, la libración diurna, que es una consecuencia de la rotación de la Tierra: nuestro planeta gira sobre su eje bastante más rápido que la Luna (un día comparado con casi un mes), de modo que a lo largo del día nos movemos respecto a la Luna, atisbando un poquito de superficie “extra” en ese movimiento.

Aquí tienes una animación que te dará una idea del efecto combinado de todas las libraciones, y cómo nos descubren un 10% más de Luna del que veríamos de otro modo. De paso puedes ver las fases lunares “en acción”:

Pero los efectos que producen la libración también tienen otra consecuencia muy interesante, que mencionamos de pasada al hablar sobre el período hadeico de la historia de la Tierra (¿recuerdas aquél dibujo del “infierno” con una Luna enorme en el cielo, que reproducimos de nuevo más abajo?): la Luna está ahora mucho más lejos de la Tierra de lo que estaba antes, y se aleja de nosotros todo el tiempo.

Si has entendido mi pobre explicación sobre la libración longitudinal, no deberías tener problemas para entender este segundo fenómeno. La Luna produce mareas sobre la Tierra, de modo que –por ejemplo– en el lugar de la Tierra que “mira hacia la Luna” hay marea alta (no sólo en el agua, la propia Tierra se estira ligeramente hacia el satélite). Pero, como en el caso de la Luna, la Tierra gira sobre sí misma antes de que la “parte estirada” pueda cambiar de sitio, de modo que esa “marea alta” se encuentra siempre algo adelantada en el giro terrestre… que es el mismo sentido de giro de la Luna alrededor de la Tierra.

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El Nacimiento de la Tierra, de Chesley Bonestell. Esto sí que es una luna llena.

La consecuencia es que la Luna no “ve” una Tierra esférica: ve un “pico estirado” un poco por delante en su giro alrededor del planeta, y ese “pico estirado” la atrae debido a la gravedad, acelerando su movimiento alrededor de la Tierra. Y, como cualquier satélite que se mueve más rápido que antes, empieza a alejarse del objeto alrededor del cual orbita. Esto lleva sucediendo continuamente desde la formación del satélite, y seguirá sucediendo durante bastantes millones de años más. Por supuesto, está sucediendo según lees este artículo, aunque el efecto sea lento — la Luna se aleja de la Tierra unos 3,8 centímetros cada año (cuando Neil Armstrong la pisó estaba unos dos metros más cerca que ahora, ¡claro, así cualquiera!).

Por cierto, puede que te preguntes (si tienes una base sólida en física) de dónde diablos sale el momento angular adicional que hace que la Luna se mueva más rápido alrededor de la Tierra, pues el momento angular total debe conservarse. La respuesta también lleva a una consecuencia curiosa de este efecto — el momento angular que gana la Luna en su traslación lo pierde la Tierra en su rotación. Dicho de otro modo, la Tierra acelera a la Luna a costa de frenarse en su giro… y cada vez giramos más despacio. Sí, la Tierra está frenando mientras lees estas líneas, pero no corras a mirar tu reloj: el día se alarga sólo unos 0,000017 segundos cada año. Una vez más, esto puede parecer poco, pero cuando los dinosaurios retozaban en nuestro planeta el día duraba sólo 23 horas, y en el futuro un día llegará a ser realmente largo.

Pero para conocer más sobre la naturaleza de nuestro satélite (¿cuál es su estructura? ¿cómo se formó? ¿existe agua en él? ¿qué hay en la “cara oculta”?) hacía falta acercarse a la Luna: y era absolutamente imposible en el siglo XIX, a pesar de que Julio Verne (y otros, como Tsiolkovsky) ya anduvieran pensando en cosas por el estilo. La ciencia debía esperar a la tecnología… y tuvo que esperar bastante. Nos acercaremos a la Luna hasta posarnos en ella y tocar el regolito, además de hablar de su estructura interna y su nacimiento e historia, en la segunda parte de este artículo, dentro de unos días.

Accede al resto de la serie desde aquí.

Vía: El Tamiz

1 comentarios:

Anónimo dijo...

Fantastico articulo. Fantastico blog. Seguire pasando por aqui a leer con avidez.

Un saludo.

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