"El Cosmos está constituido por todo lo que es, lo que ha sido o lo que será" Carl Sagan

06 julio 2008

El Sistema Solar - La Tierra (III)

En las dos primeras entregas de este artículo hablamos acerca de nuestro conocimiento sobre la Tierra y su historia geológica. Hoy nos dedicaremos a escudriñar sus entrañas y desgranar su estructura: sus capas internas, lo que hay sobre su superficie, el campo magnético, etc.

Como en el caso de los dos artículos anteriores, la razón de hablar sólo someramente sobre la Tierra se debe a que no quiero dedicarle más tiempo que a otros planetas del Sistema Solar — la serie está dedicado a él, y no a nuestro planeta. Por otro lado, no he querido saltarlo porque hubiera dejado la serie incompleta.

Tormenta de arena Sahara

Tormenta de arena en el desierto del Sáhara. Versión a 990×620 px. Crédito: NASA.

Soy bien consciente de que la mayor parte de la información de este artículo no es nueva para vosotros, de modo que quiero intentar mostrarla de una manera amena y lo más gráfica posible. Ya que algunos habéis comentado lo que habéis disfrutado del “viaje” hacia Venus o el de la primitiva historia de la Tierra, vamos a “redescubrir” el planeta como si llegásemos a él desde el espacio y nos acercáramos más y más al centro, para terminar justo en el centro de la Tierra. Como referencia utilizaremos la distancia al centro de la Tierra en radios terrestres y en kilómetros: cuando nos encontremos sobre la superficie, por ejemplo, estaremos en [1 RT | 6.371 km].

De modo que, aunque no sea un exhaustivo análisis de nuestro planeta sino más bien una excusa para disfrutar de cosas que, en su mayor parte, ya sabemos, espero que leer este artículo sin mayor pretensión te haga pasar un buen rato.

[60 RT | 382.260 km]

Nos encontramos en la órbita de la Luna: aunque estamos todavía muy lejos de nuestro planeta, sus efectos gravitatorios son evidentes en el movimiento de nuestro enorme satélite. Sin embargo, poco más se nota: el campo magnético de la Tierra es casi inapreciable aquí, ya que decrece con el cubo de la distancia al planeta. Lo que sí es ya claro al mirar al Planeta Azul desde aquí es que es diferente de sus hermanos, Marte y Venus, y esto es lo que veríamos al inicio de nuestro viaje al centro de la Tierra:

La Tierra vista desde la Luna

La Tierra vista desde la Luna. Crédito: NASA.

[15 RT | 95.565 km]

Según nos vamos aproximando a la Tierra mirando la cara iluminada por el Sol, tenemos al Astro Rey detrás de nosotros: el viento solar arrecia a nuestra espalda, y sus partículas nos adelantan a velocidades de más de un millón de km/h: protones y neutrones extraordinariamente energéticos, además de núcleos de helio y otros elementos en menor proporción. Aunque sólo hay unas seis partículas por cada cm3, la energía de cada una de ellas es tremenda.

Sin embargo, llega un momento en el que las partículas que baten contra nosotros y nos adelantan violentamente se desvían hacia los lados bruscamente, como si buceando por el agua hubiéramos topado con la quilla de un barco invisible que desvía el líquido hacia los lados: aunque sigue habiendo partículas subatómicas moviéndose, de pronto nos encontramos en una zona muchísimo más tranquila. Acabamos de alcanzar la magnetopausa terrestre: puesto que llegamos a la Tierra en la cara diurna, la presión del viento solar es máxima y la magnetopausa está “achatada” contra el planeta. Si nos hubiéramos acercado a nuestro planeta desde otras direcciones, la cosa hubiera podido ser muy distinta.

Magnetosfera

La imagen no está a escala. Versión a 1200×656 px. Crédito: Wikimedia Commons.

En cualquier caso, una vez atravesada esta frontera invisible nos encontramos ya en una zona dominada por la Tierra: la magnetosfera. El nombre es algo desafortunado, porque su forma no es en absoluto esférica, como puedes ver en la imagen superior: la cola de la magnetosfera terrestre, en la cara nocturna y protegida por el propio planeta del viento solar, se alarga cientos de miles de kilómetros en el espacio, más lejos incluso que la órbita de la Luna.

Algunas de las partículas del viento solar que nos adelantaban en el viaje, desviadas por el campo magnético terrestre y moviéndose en espiral alrededor de las líneas de campo, caerán sobre la atmósfera cerca de los polos e impactarán contra moléculas de la atmósfera terrestre, produciendo bellísimas auroras polares, pero por ahora simplemente se alejan de nosotros hacia los lados.

Afortunadamente para la vida terrestre, esas mismas partículas no barren toda la atmósfera: se piensa que una de las razones por las que hay agua líquida en la Tierra es porque, cuando toda ella se encontraba en forma de vapor en nuestra atmósfera, el viento solar no disoció las moléculas de H2O en oxígeno e hidrógeno, ionizándolos y llevándoselos al espacio. Nuestra magnetosfera actúa de escudo invisible contra el viento solar, y la vida tal y como la conocemos en la Tierra probablemente debe su existencia al campo magnético del planeta.

[5 RT | 31.855 km]

Según nos seguimos acercando al planeta, atravesamos una zona en la que volvemos a encontrar una gran densidad de partículas cargadas que se mueven a gran velocidad: pero ahora no nos adelantan precipitándose contra la Tierra, sino que nos golpean de lado — se encuentran girando alrededor de la Tierra en una región en forma de donut, uno de los cinturones de Van Allen, y son en su mayor parte algunas de las mismas partículas del viento solar que vimos antes, fundamentalmente electrones, con energías de hasta 10 MeV.

Una vez atravesado este cinturón exterior, y tras atravesar una zona en calma, nos encontramos con una segunda región en forma de toroide (alias donut) en la que vuelve a haber muchas partículas atrapadas, en este caso partículas aún más energéticas que las anteriores: la mayor parte son protones con energías de hasta 100 MeV. Algunos provienen del viento solar, y tienen tanta energía que logran acercarse hasta aquí antes de ser desviados por el campo magnético terrestre. Se piensa que otros son el resultado de desintegraciones beta de neutrones atmosféricos al ser impactados por los rayos cósmicos.

En cualquier caso, este segundo “cinturón/donut” llega muy cerca de la Tierra: hasta tan sólo unos 700 km de altitud, más o menos a 1,1 radios terrestres del centro: estamos llegando por fin al objetivo de nuestro viaje, y nos encontramos ya (aunque sólo nominalmente) en el interior de las capas más externas de nuestra atmósfera.

[1,0157 RT | 6.471 km]

Aunque la atmósfera de la Tierra no tiene una frontera definida, pues los gases se van haciendo más y más tenues según aumenta la altitud, acabamos de atravesar una suerte de límite. Hemos pasado ya la exosfera y la termosfera, con presiones prácticamente despreciables, pero la cosa empieza ahora a cambiar. A unos 100 km de altitud, la velocidad necesaria para que los efectos aerodinámicos puedan sustentar un objeto es justo la velocidad orbital. Por encima de esta altitud, un objeto que mantiene su altura constante lo hace merced a la fuerza gravitatoria y su propia velocidad (la velocidad orbital); por debajo, es posible sostenerse en el aire debido a la acción de los gases atmosféricos sobre las alas.

Por lo tanto, suele considerarse esta altura como la frontera entre la Tierra y el espacio, aunque se trate de algo un poco arbitrario: se denomina línea de Kármán, y según la atravesamos empezamos a notar la presencia de la atmósfera. Sin embargo, los efectos son aún muy pequeños: la presión es unas 100.000 veces más pequeña que en el suelo.

Sin embargo, nos estamos sumergiendo por fin, aunque se trate de una tenue masa de gas, en la materia que constituye nuestro planeta, y el espectáculo no tiene desperdicio.

Puesta de Luna

Versión a 990×620 px. Crédito: NASA.

Muy poco por debajo de la línea de Kármán entramos ya en la mesosfera, y aquí los efectos de la atmósfera ya son claros: casi a nuestro lado, un pequeño meteorito se precipita hacia el suelo, pero según lo miramos se calienta más y más hasta volverse incandescente en la entrada atmosférica y desintegrarse; muy por debajo de nosotros, alguien habrá visto una estrella fugaz.

[1,0078 RT | 6.420 km]

Acabamos de entrar en la estratosfera y estamos tan sólo a unos 50 km del suelo. La presión sigue siendo muy pequeña, unas mil quinientas veces menos que en el suelo, pero el cielo ha ido cambiando de color sobre nosotros, de negro a azul oscuro, y cada kilómetro que descendemos se aclara más y más según aumenta la cantidad de aire sobre nuestras cabezas.

En un momento dado, a unos 30 km de altitud, nos encontramos con el límite superior de la capa de ozono. Desde luego, es difícil notarlo, porque la concentración de ozono es de tan sólo unas partes por millón, pero esta capa está relativamente caliente debido a la absorción de radiación ultravioleta, y según la abandonamos y seguimos bajando, la temperatura desciende.

En un momento dado nos cruzamos con un objeto construido por el hombre: un pequeño globo meteorológico asciende, tomando medidas de presión y temperatura. Poco después, a unos 12 km de altitud, entramos en la troposfera, justo por encima de un avión de línea que vuela a 10 km. La presión es ya de 0,22 atmósferas.

En poco tiempo atravesamos la parte superior de los cúmulos que cubren el suelo, y una vez salimos por la base notamos los efectos de la atmósfera troposférica: el viento y la lluvia arrecian en medio de una tormenta. A poca distancia de nosotros el aire se ioniza en una tremenda descarga eléctrica de cientos de miles de voltios.

[1 RT | 6.371 km]

Por fin tocamos el suelo. La presión es de 1 atmósfera, y nos encontramos en la superficie de la masa rocosa que constituye prácticamente todo el planeta. La atmósfera que acabamos de atravesar, aunque relativamente profunda, pesa tan sólo unos cinco trillones de kilos — 5·1018 kg. La masa rocosa por debajo de nuestros pies pesa unos seis cuatrillones de kilos, es decir, más de un millón de veces lo que la tenue capa de gases que la rodea.

Todo lo que vemos en nuestra vida cotidiana, y casi todo en lo que pensamos cuando hablamos de “la Tierra”, se encuentra en un minúsculo intervalo de distancias alrededor de este valor de 6.371 km. Sin embargo, si seguimos bajando abandonaremos esta pequeña región familiar de nuestro planeta para sumergirnos en lugares desconocidos.

Según nos hundimos en el suelo, la tierra está empapada por la lluvia que cae sobre la superficie. En muy poco tiempo atravesamos el mantillo, aún rico en distintas formas de vida, horizontes más profundos del suelo… y finalmente llegamos a la roca madre. Si hubiésemos realizado nuestro viaje en un lugar diferente y nos hubiéramos posado sobre la superficie del océano, las cosas hubieran sido distintas al principio, pero tras recorrer una distancia muy pequeña (unos 5 km de media, comparados con los 6.371 del radio terrestre) nos hubiéramos encontrado en una situación muy similar.

[0,998 RT | 6.358 km]

Nos encontramos tan sólo trece kilómetros por debajo de la superficie, pero cualquier influencia externa es casi inapreciable: estamos en un mundo de oscuridad perenne, sin vida, sin cambios apreciables de temperatura entre el día y la noche o el invierno y el verano. A nuestro alrededor se encuentra la corteza, compuesta por materiales ligeros comparados con los que encontraremos a mayor profundidad: fundamentalmente óxidos de silicio, aluminio y hierro, potasio, calcio y sodio. La presión es ya aquí un par de órdenes de magnitud mayor de lo que era en la superficie: unas 500 atmósferas.

Al abandonar la superficie, la temperatura ha descendido algo debido a la menor influencia de la radiación solar. Sin embargo, muy pronto empezamos a notar que la temperatura aumenta según descendemos. A tan sólo unos 4 km bajo la superficie la temperatura es ya de 100 °C, y sigue subiendo un par de centésimas de grado con cada metro (unos 25 °C cada kilómetro). Cuando hemos alcanzado estos 13 km de profundidad (apenas nada comparado con el radio terrestre) la temperatura es ya de más de 300 °C. Irónicamente, si tuviéramos un vaso de agua en la mano la presión sería también tan gigantesca que el agua no herviría, aunque se dilataría considerablemente, disminuyendo su densidad y aumentando su volumen.

Un poco más abajo, cuando la temperatura superase los 374 °C, las condiciones serían tan extremas que ni siquiera tendría sentido hablar de si nuestra agua es un líquido o un gas: ambos estados serían indistinguibles, ya que habríamos superado el punto crítico del agua. Sin embargo, las rocas a nuestro alrededor seguirían siendo bien sólidas — aún nos queda muchísimo por descender.

La razón de este ascenso de temperatura según nos hundimos es lo que voy a llamar sin ningún rubor el efecto patata. Cuando tienes una patata inicialmente muy caliente y dejas pasar un rato, si la tocas no la notas caliente, pero si la cortas con un cuchillo la temperatura es mayor cuanto mayor es la profundidad a la que cortas. La Tierra, salvando las distancias, es una patata caliente y además se mantiene más caliente de lo que debería porque es una patata radiactiva.

La Tierra estaba muy caliente poco después de formarse, como dijimos en la entrega anterior de este artículo, en gran parte por la conversión de energía cinética de las rocas que colisionaban para formarla en energía térmica. Aunque esto sucediese hace más de cuatro mil millones de años, la cantidad de energía liberada entonces fue enorme; pero además la Tierra dispone de fuentes de energía propias por su condición de “patata radiactiva”: las más importantes son isótopos inestables del uranio, torio y potasio que tienen largas vidas medias y llevan desintegrándose y liberando calor miles de millones de años.

Pero olvidémonos de patatas radiactivas y sigamos descendiendo hacia las profundidades.

[0,994 RT | 6.332 km]

Cuando hemos descendido unos 40 km (el valor real depende de dónde nos encontremos), aunque las rocas siguen siendo sólidas, se produce un cambio: estamos cruzando la discontinuidad de Mohorovičić, que separa los materiales más ligeros de la corteza terrestre de los más densos del manto. Es como si hubiéramos atravesado la superficie de separación entre el aceite y el agua en un vaso en el que estaban inicialmente mezclados. La composición de las rocas cambia, y ahora estamos rodeados fundamentalmente de silicatos de hierro y magnesio.

Las condiciones son aún más extremas que antes: la temperatura es ya de 500 °C, y la presión es mil veces mayor que en la superficie. Sin embargo, aún tenemos que bajar más para que la temperatura sea suficientemente grande como para encontrar roca fundida. Como puedes ver, existen dos fronteras diferentes: la frontera de densidad y composición química de las rocas (la discontinuidad de Mohorovičić), que separa la corteza y el manto; y la frontera de sólido a líquido, que separa la litosfera de la astenosfera.

Estructura interna de la Tierra

Estructura interna de la Tierra.

[0,984 RT | 6.269 km]

Según bajamos la temperatura y la presión siguen aumentando: no hay un momento concreto en el que las rocas se fundan y se vuelvan líquidas, pero poco a poco se vuelven más y más plásticas y deformables. Cuando se han convertido en un material viscoso y moldeable hemos alcanzado la astenosfera, a unos 100 km de profundidad.

Aunque fluye muy lentamente, existen corrientes de convección en la astenosfera que hacen quebrarse, moverse y hundirse a las placas de la litosfera que “flotan” sobre ella. La presión sigue aumentando rápidamente según descendemos y tenemos más y más masa sobre nuestras cabezas, pero la temperatura aumenta más despacio una vez hemos alcanzado esta zona. La razón está en las propias corrientes de convección, que (aunque son muy lentas) llevan los materiales más fríos hacia el fondo mientras que hacen ascender a los más calientes, redistribuyendo hasta cierto punto la energía térmica.

[0,765 RT| 4.873 km]

Irónicamente, estas corrientes de convección son en parte las responsables que que, según seguimos bajando, la viscosidad vaya aumentando más y más, cuando podría parecer que los materiales deberían volverse cada vez más fluidos hasta ser un líquido. La cuestión es que la temperatura no aumenta tanto como debería por esa redistribución, pero la presión sigue aumentando constantemente de manera brutal.

Sin embargo, cuando nos encontramos a una profundidad de más o menos un cuarto del radio terrestre, notamos ya la diferencia clara en la atracción de la gravedad: es un 25% menor que la de la superficie. ¡Pesamos menos! Una vez más, esto puede parecer contrario a la lógica, pero sólo lo es en apariencia — es cierto que estamos más cerca del centro de la Tierra, pero también lo es que tenemos una gran masa de tierra sobre nuestras cabezas y a los lados. Al final, unas fuerzas compensan a otras y la atracción neta de la Tierra es menor que en superficie.

Los materiales, según descendemos, se hacen más y más densos, pues los más ligeros ascendieron hacia la superficie (como el aceite del ejemplo anterior) hace miles de millones de años. Sin embargo, los elementos más abundantes siguen siendo el magnesio, el oxígeno, el silicio.. hasta que llegamos a un punto de cambio brusco.

[0,53 RT | 3.371 km]

Estamos a unos 3.000 km por debajo de la superficie, y de pronto nos encontramos con una superficie de discontinuidad bastante clara: de material más o menos plástico pasamos a una masa de hierro fundido completamente líquido. La temperatura en esta “orilla del hierro líquido” es de unos 4.000 °C, y la presión es casi inimaginable: 1.400.000 veces la presión que sufres mientras lees este artículo. La gravedad es tan sólo la mitad que en la superficie de la Tierra: hemos alcanzado la barrera de separación entre el manto y el núcleo externo.

La razón de este cambio brusco no es otra que la que ya mencionamos en la anterior entrega sobre la Tierra: cuando la temperatura del planeta naciente alcanzó la de fusión del hierro a presiones razonables (algo más de 1.500 °C), casi todo el hierro que se encontraba repartido por la masa planetaria se fundió y fluyó, como la cera de una vela, hacia abajo — hasta acumularse en el centro. Puesto que el hierro tiene un punto de fusión relativamente bajo, la presión aquí no es suficiente para mantenerlo sólido, de modo que se encuentra fundido.

Aunque sea líquida, esta enorme masa de hierro fundido es bastante más densa que el manto que hay por encima — de ahí que estén situados así. A veces es fácil olvidar que es la densidad la que determina la separación gravitatoria, y no el hecho de ser sólido o líquido.

Aparte de hierro, mezclado con él, hay otros metales pesados, aunque en menor proporción: fundamentalmente níquel y también algo de oro, platino, etc. Lo esencial es que aquí ya no hay prácticamente nada que no sean metales, y al menos el 80% del núcleo externo es hierro, es decir, se trata de una gigantesca masa de líquido conductor y ferromagnético.

Estamos por fin ante el origen del campo magnético que notamos al empezar nuestro viaje: rodeados por esta enorme masa de hierro fundido girando alrededor de su eje, estamos en el interior de una dinamo de proporciones planetarias. Aún no entendemos perfectamente cómo funciona la cosa, pero dicho mal y pronto, esta masa de metal fundido se encuentra girando alrededor del eje y moviéndose de maneras complicadas; por un lado, gira de acuerdo con la rotación del planeta. Por otro, el material central más caliente asciende y es reemplazado por el más frío de arriba mediante corrientes de convección. Todo este movimiento es además alterado por el efecto de Coriolis, que no hace que el agua gire en los lavabos pero sí tiene que ver con el comportamiento del campo magnético terrestre.

Cuando un conductor (sólido o líquido, da igual) se mueve en el interior de un campo magnético se induce una corriente en él, pero la corriente inducida en esta dinamo planetaria origina un campo magnético que induce en ella una corriente que provoca un campo magnético que… como puedes ver, el proceso se alimenta a sí mismo, de modo que el campo magnético se mantiene activo por sí mismo, mientras se sigan produciendo la rotación, convección, etc. necesarias.

Puedes preguntarte cómo demonios empezó todo: no estamos seguros, aunque no hace falta un campo magnético muy grande para iniciar el proceso. La cosa todavía no está clara y hace falta investigar más (ni siquiera todo el mundo está de acuerdo en que este efecto dinamo sea el responsable del campo), pero es la teoría más aceptada.

Lo curioso es que si la Tierra no tuviera un núcleo de hierro tan grande en sus profundidades, la superficie estaría constantemente bombardeada por partículas energéticas que probablemente hubieran hecho imposible que se desarrollara la vida tal y como la conocemos en el planeta. De modo que, querido y paciente lector, estás viendo estas líneas gracias a que 3.000 km bajo tus pies gira una masa de hierro de unos dos cuatrillones de kilos.

[0,191 RT | 1.220 km]

Una vez más, las corrientes de convección hacen que suceda algo sorprendente: según buceamos en el núcleo de hierro fundido, llega un momento en el que nos topamos con una pared sólida. La temperatura ha seguido aumentando y es ya de unos 6.000 °C, pero la presión lo ha hecho mucho más rápido y es suficientemente grande como para mantener el hierro y el níquel sólidos. Hemos llegado al núcleo interno, una bola de aleación hierro-níquel (con algunos otros metales en menor proporción) cuyo radio es el 70% del de la Luna.

La presión es de unos tres millones de atmósferas, y la gravedad en la superficie de la bola sólida es sólo la quinta parte que en el suelo. Curiosamente, en las primeras etapas de la vida de la Tierra esta zona sólida no existía: aunque la presión era igual que ahora, la temperatura era aún mayor (ha ido descendiendo con el tiempo, y lo sigue haciendo), de modo que todo estaba fundido.

El hierro en el centro del núcleo se ha ido congelando poco a poco según la temperatura descendía mientras la presión permanecía constante, y lo sigue haciendo hoy, de modo que el núcleo externo va cediendo terreno al interno. Esta bola central, además, gira de manera más o menos independiente que el resto del planeta — puesto que entre ellos hay un líquido, la parte externa y la interna de la Tierra pueden “deslizarse” una sobre la otra. De hecho, se piensa que el núcleo interno tarda un poco menos en dar cada vuelta que la corteza terrestre, aunque todavía nada es seguro.

Sabemos muy poco acerca de esta región, más allá de su estado físico y su temperatura y presión. De lo que no hay duda es de que, de un modo u otro, las condiciones en la superficie dependen del comportamiento de esta zona, y que según cambie mientras la Tierra se enfría, también lo hará la situación aquí arriba. Afortunadamente, la cosa es bastante lenta (el enfriamiento del núcleo es del orden de un grado cada 10.000 años).

[0 RT | 0 km]

Hemos llegado al final del camino. En el centro del planeta, rodeados por todas partes de la masa que lo compone, la gravedad es nula — no hay “arriba” ni “abajo”, y si nos hiciéramos un hueco en el núcleo de hierro-níquel flotaríamos en ingravidez. Lejos están el viento solar, las nubes y la lluvia y el Sol. Sin embargo, de Soles como el nuestro proviene todo el hierro que nos rodea, eones antes de que se calentase y fluyese dentro de nuestro planeta, para producir el campo magnético que nos mantiene con vida.

En el próximo artículo de la serie hablaremos acerca del enorme satélite de la Tierra: la Luna.

Para saber más:

Accede al resto de la serie desde aquí.

Vía: El Tamiz

1 comentarios:

Anónimo dijo...

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